domingo, octubre 01, 2006

(I) El problema...


...estaba claro: había bebido demasiado.

Tirado en la boca de un callejón, contemplaba el brillante mundo nocturno que giraba veloz a su alrededor. Seguía con mirada vidriosa a pequeños grupos de universitarios que, animados por un par de copas de más, reían a carcajada limpia al pasar a su lado. Observaba a almas solitarias que surcaban veloces la noche, ansiosos por alcanzar la compañía que sin duda se hallaba en su destino. Trataba de fijar su dispersa atención en parejas que, arrimándose entre sí, trataban de resguardarse del frío que se filtraba por sus chaquetas.

Y era este último tipo de gente la que más daño le hacía.

Hasta aquella misma tarde, él podría haber sido uno más de los miembros de esos binomios que, felices, pasaban ahora frente a él, hasta aquella misma fría tarde de enero había sido él quien, a la vista de un tipo como el que él mismo se había convertido, acercaba a Belén un poco más hacia si mismo en un gesto protector. Pero en estos momentos, miraba al espejo del tiempo desde el otro lado, observando lo que fue, y contemplando cómo todo aquello se marcha, como una hoja arrastrada por el agua de un río.

Se puso de pie, y se dirigió hacia donde sus tambaleantes pasos le llevasen. A su alrededor, un mundo estable, afianzado y seguro de si mismo, de sonrientes carteles publicitarios que anunciaban decenas de innecesarios artículos, de coches que herían veloces la noche, y de peatones demasiado sumidos en sus propios asuntos, le contemplaba con superioridad. Un mundo al que, hasta esa misma tarde había pertenecido, pero del que había caído cuando Belén le abandonó. Al llegar a un diminuto parque perdido de la mano de Dios (maldito sea, allá donde esté), se dejó caer de rodillas en el cesped, cerca de unos jóvenes que hacían botellón mientras discutían sobre los últimos problemas que su proyecto de fin de carrera les estaba dando.

Agarrándose el estómago con las manos, vomitó las dos botellas de wiskey que se había bebido: tanto la que encontró en el mueble-bar de su apartamento, cuyo casco ahora yacía en el suelo hecho añicos, como la que compró en la primera licorería junto a la que pasó. Sirviendo de abono para las plantas quedaron también las tres latas de cerveza del supermercado, y sus lágrimas, que habían rodado por sus mejillas hasta ceder al tirón de la gravedad. En su boca solo quedaba el amargo sabor no del vómito, sino del "Adiós" que Belén le dijo antes de dar por finalizada la discusión con un sonoro portazo. Una amargura que no venía de sus papilas gustativas, sino de lo más profundo de su alma.

El problema estaba claro: no había bebido lo suficiente.